Prácticamente ya nada sorprende, ya poco indigna. No pasó de largo, pero tampoco generó los efectos jurídicos ni las consecuencias políticas que merece un caso tan escabroso e impresentable como el de financiar con dinero público a narcotraficantes, altos funcionarios públicos de diferentes niveles de gobierno, a una casta privilegiada de agricultores de altos ingresos y mantener clientelas político-electorales…Todo ello, que supone un manejo oscuro, improductivo, irracional y abusivo del erario, se conjuga en el Procampo y algunos de sus subprogramas, como Ingreso Objetivo y Capitaliza.
Hace casi año y medio que se destapó la cloaca. Desde entonces lo que ha prevalecido es no sólo la soberbia incapacidad del gobierno federal para sanear Procampo sino su absoluta indolencia y liviandad respecto al abuso de los privilegios de la función pública.
El peor de los mundos: mal planeado y peor ejecutado. Sólo una mixtura de esta extravagante naturaleza podría explicar las irregularidades, aberraciones y vicios del Procampo.
Inequidad en el reparto: promoción de la desigualdad: A partir de información pública, Fundar reveló que las diez entidades más beneficiadas, durante 14 años, por Procampo e Ingreso Objetivo concentran 65.1% del total de los recursos, en desmedro del resto de las 22 entidades --algunas de ellas como Oaxaca, Guerrero e Hidalgo, de histórica vocación agrícola-- que se repartieron el 34.9% restante. Concentración y desigualdad escandalosas: mientras el primer 10% de beneficiarios recibió 16 046 pesos en promedio por año entre 1994-2008; el último ochenta por ciento de beneficiaros recibió, en el mismo periodo, apenas 964 pesos en promedio por año.
Procampo: pro-improductividad: Ni los miles de millones de pesos destinados ni la protección comercial de diversos cultivos durante tres lustros han sido suficientes para hacer del campo mexicano un sector competitivo, no digamos ya al nivel de los socios comerciales de América del Norte, sino tampoco frente a países como Argentina y Brasil. Quienes ya eran productivos antes de la apertura comercial y la política de subsidios al campo mexicano no han dejado de serlo en los últimos tres lustros ni lo han sido mucho más como consecuencia de estos apoyos. En contraste, para el extendido segmento de minifundistas en el país, los subsidios no han sido sino recursos --ínfimos-- que les ha ayudado a mal vivir.
Pro-corrupción, pro-opacidad, pro-clientelismo: No sólo no se han cumplido los objetivos que se propusieron originalmente sino que, en el camino, estos programas de apoyo han ofrecido múltiples ventanas de oportunidad para la corrupción, la discrecionalidad, el clientelismo político. Destaca el asunto del padrón de beneficiados. Desde su origen, más que un registro riguroso y confiable sobre eventuales beneficiarios de recursos públicos, el padrón fue un instrumento político para formar clientelas, para favorecer a organizaciones afines, una moneda de cambio para líderes agrarios, gobernadores y presidente municipales, quienes desde el primer padrón ejercieron presión para favorecer al mayor número de personas de su entidad.
Procampo no funcionó para lo que estaba diseñado: como una política de fomento para elevar la productividad y competitividad del campo mexicano. Tampoco para aquello en que se convirtió: una política asistencial dirigida a los campesinos más pobres del país, que son la mayoría. Si acaso, y a un precio muy alto, Procampo ha contribuido a mantener la gobernabilidad en el agro.
Si sorprende el cinismo de los grandes agricultores que no se oponen a que se eleve el monto mínimo de los subsidios siempre y cuando no se toquen sus privilegios, la indolencia de las autoridades escandaliza: pese a la múltiples evidencias de corrupción, opacidad, desvío de recursos, inoperancia del programa, su nulo impacto respecto a los objetivos propuestos… las administraciones panistas no sólo han pasado de largo sino que se han servido de estos programas.
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