“Estáis equivocados al créis
acallar con ejecuciones
la voz de quienes os censuran…” Sócrates.
Mis lectores deben saber que para mi, Sócrates es el filósofo del mundo griego, una experiencia fundamental del conocimiento humano, un hombre perseguido, acorralado, en el momento final de su existencia, cuando sus alumnos, entre ellos Platón, le decían que escapara de la cárcel en el momento en que no tenía nada más que la muerte, prefirió quedarse, prefirió ser el hombre comprometido con su tiempo, quiso aprender una nueva canción, quiso aprender un nuevo arte, a tocar la flauta.
Nació en Atenas, Grecia en 470 y falleció en 399 a.C., fue maestro de Platón, quien tuvo a Aristóteles como discípulo; los tres son los representantes fundamentales de la filosofía griega.
Enemigo de la apariencia engañosa y de la mentira. Combatió la corrupción de las inteligencias y de las costumbres. Atacó a los sofistas poniendo de relieve la inanidad de sus argumentos y la vacuidad del programa de vida que propugnaban.
Utilizó la mayéutica. Demostraba previamente la falsedad de las opiniones vulgares usando una fina ironía. Buscaba alcanzar la verdad y para ello proponía a sus discípulos la práctica del principio: conócete a ti mismo. Sobre esta base impugnó el relativismo y el escepticismo de los sofistas. Dio su vida por la verdad.
Enseñanzas socráticas. Fue el fundador de la Ética como disciplina filosófica. La virtud se identifica con la sabiduría. El mal sólo lo hacen los ignorantes. El ideal de la vida consiste en someterse incondicionalmente al Estado y obedecer en todo sus prescripciones. Política y Ética marchan de la mano. Se establece, por primera vez, una Filosofía Moral del Estado y la necesidad de postular ideales políticos como deber de los ciudadanos.
Entre los numerosos filósofos había uno, Sócrates, un solitario, que se diferenciaba fundamentalmente de los demás. Otros maestros de cierto prestigio exigían altos honorarios; él no recibía dinero alguno de sus discípulos, sino que vivió toda su vida pobre y lleno de deudas. Incluso llegó a negar “que el fuese en modo alguno un maestro” y juzgó escépticamente su propia sabiduría, afirmando que era un sabio simplemente porque si no sabía alguna cosa, no presumía saberla.
Sócrates dudó toda su vida de los valores establecidos y luchó por una nueva verdad, fue considerado por los gobernantes reaccionarios de la época como un enemigo irreconciliable. Porque no hay acero ni explosivo que parezca tan peligroso a los poderosos oligarcas como la verdad.
Guerras y revoluciones pasaron, Atenas fue derrotada frente a Esparta. Pero la restauración estaba en plena marcha. Para dominar la inseguridad interna los atenienses buscaron apoyo en la religión.
Atenas vivía el esplendor superficial de un milagro económico y los ciudadanos se encontraban de nuevo enriquecidos. El que había sido belicista se distinguía ahora como defensor de la paz: el que antes, como revolucionario, condenara a los generales victoriosos, se caracterizaba ahora por sus tendencias moderadas; el que en otros tiempos se burlara de los dioses se hacía el piadoso, y el que un día pactó con los tiranos era el primer luchador de la oposición.
Sólo hubo un hombre que no cambió de opinión en medio de aquel ambiente: Sócrates, que una vez más se movió entre todos, pobre y descalzo, despreciando el valor superficial de aquella prosperidad ostentosa.
No es de extrañar, pues, que muchos le odiasen. Ahora los enemigos de Sócrates debían rematarlo con un golpe recurriendo a nuevas acusaciones. Tres hombres perversos levantaron pública acusación contra el filósofo, que ya tenía por entonces setenta años de edad. A la cabeza de ellos estaba Anytos, un curtidor de pieles recientemente enriquecido con gran influencia en el partido demócrata. Lykon, el retórico demagogo. Y Meletos, portavoz de los tres facciosos, que pusieron gran empeño en la persecución de Sócrates y de las
ideas por él defendidas.
Como se trataba de un delito concerniente a la religión del Estado, pero que también, según el criterio de los atenienses, afectaba a la seguridad nacional, Sócrates tuvo que presentarse ante el tribunal popular compuesto de 501 jurados, que era el encargado de velar por la seguridad del Estado.
La pena estaba decidida: la muerte por medio de la cicuta. En su tercer discurso, Sócrates se dirige por última vez a sus jueces y proclama verdades de sorprendente resonancia universal:
“Estáis equivocados si créis acallar con ejecuciones la voz de quienes os censuran. Este procedimiento no es eficaz ni útil. Lo mejor y más bello consiste, no en reprimir a los más, sino en ordenarse uno mismo de tal forma que llegue a ser lo mejor posible”.
Y al final, estas palabras de despedida:
“Ya ha llegado la hora de marchar lejos de aquí; yo, para morir, vosotros para vivir. Pero el saber quien de nosotros camina hacia mejor suerte, es un secreto para todos, menos para los dioses”.
El teólogo San Agustín define en su libro Ciudad de Dios al pagano Sócrates como “el sabio que adivinó la verdad eterna”.
eodiego@yahoo.com.mx
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